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Masacre de las Bananeras y matanza de Iquique

Por Álvaro Morales Sánchez  

Diciembre, que suele ser un mes en el que reina la alegría en medio de las celebraciones navideñas y el adiós a un año para dar paso al nuevo, es también un mes de ingrata recordación para la clase trabajadora latinoamericana. Dos de los acontecimientos más trágicos para los obreros en su lucha contra los desmanes del capital tuvieron lugar en este mes: en Colombia, más de tres mil trabajadores de la empresa bananera norteamericana United Fruit Company fueron asesinados por el ejército nacional en la noche del 5 al 6 de diciembre de 1928, durante el gobierno conservador de Miguel Abadía Méndez.

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Por Álvaro Morales Sánchez  

Diciembre, que suele ser un mes en el que reina la alegría en medio de las celebraciones navideñas y el adiós a un año para dar paso al nuevo, es también un mes de ingrata recordación para la clase trabajadora latinoamericana. Dos de los acontecimientos más trágicos para los obreros en su lucha contra los desmanes del capital tuvieron lugar en este mes: en Colombia, más de tres mil trabajadores de la empresa bananera norteamericana United Fruit Company fueron asesinados por el ejército nacional en la noche del 5 al 6 de diciembre de 1928, durante el gobierno conservador de Miguel Abadía Méndez.

Veintiún años atrás, el 21 de diciembre de 1907, más de tres mil trabajadores del salitre habían sido asesinados en la población chilena de Iquique, a manos del ejército de ese país, durante el gobierno liberal de Pedro Montt Montt.

Más de una semejanza tienen esos dos dolorosos insucesos que afectaron al naciente movimiento sindical de nuestro continente; la primera es que son una muestra del total desprecio que los dueños del capital sienten por las vidas de quienes acrecientan sus ganancias a través del trabajo, los modernos esclavos; Marx resume esa característica del capitalismo en una frase célebre: “Si el dinero, como dice Augier, viene al mundo con manchas de sangre en una mejilla, el capital lo hace chorreando sangre y lodo, por todos los poros, desde la cabeza hasta los pies” (“El Capital”, p. 950). La segunda es que muestran en forma clara el papel del Estado y su brazo armado, el ejército, como los instrumentos político y militar de la clase que ostenta el poder económico. Estos dos casos, además, ilustran la forma genuflexa en que las clases dominantes de nuestros países y sus partidos políticos dan cumplimiento a las órdenes que los dueños del gran capital en las metrópolis del Norte les imparten para que aseguren a toda costa la defensa de sus intereses, su dominación y su sacrosanto “derecho” a la tasa de ganancia. En Chile el Presidente Pedro Montt, su ministro del interior Rafael Sotomayor y el sanguinario general Roberto Silva Renard, los dos primeros ordenantes y el tercero ejecutor de la matanza de Iquique, actúan para “aliviar la preocupación” del Rey Eduardo VII de Inglaterra con el desarrollo de la huelga de trabajadores del salitre en el Norte de Chile que con sus peticiones elementales de aumento salarial, medidas simples de seguridad industrial y salud, escuelas y vivienda decente, “amenazaba” intereses de compañías británicas. En Colombia el Presidente Miguel Abadía Méndez, su ministro de Guerra Ignacio Rengifo, como autores intelectuales y el sanguinario coronel Carlos Cortés Vargas, como jefe material de la matanza en Ciénaga, actúan para ejecutar las órdenes que les imparten los dueños de la United Fruit Company, empresa gringa que actuaba en ese entonces, al decir de todas las crónicas de la época, como un “Estado dentro del Estado”, y que veía en la huelga bananera una “conspiración de agentes comunistas extranjeros” y no las peticiones elementales de contratación directa por la compañía y no por intermediarios, salario justo y a tiempo, no en especie sino en dinero efectivo, vivienda digna, atención adecuada en salud, eliminación del negocio de los comisariatos de la empresa.

Y un parangón final: el general Roberto Silva Renard había sido fiscal castrense en el proceso que terminó absolviendo a los militares responsables de la matanza de cerca de un centenar de obreros del puerto de Valparaíso en huelga en mayo de 1903; contra toda evidencia, Silva Renard acusó entonces a los obreros de ser los responsables y a los militares los declaró víctimas. El 17 de septiembre de 1904 comandó al piquete militar conocido como “Los Húsares de la Muerte” que asesinó a medio centenar de obreros de la oficina salitrera Chile para acabar con la huelga que sostenían. Fue el comandante de las tropas que a fines de octubre de 1905 masacraron cerca de trescientas personas en Santiago, durante la llamada “huelga de la carne” que congregó a los pobladores pobres de la capital chilena en movilizaciones que exigían al presidente Germán Riesco bajar los altos precios de la carne que se importaba de Argentina, pues no podían tener acceso a ella. Su actuación “estelar” fue sin embargo, el haber aparecido en las horas de la tarde del 21 de diciembre de 1907, cabalgando un enorme corcel blanco, como en una estampa napoleónica, para levantar su sable y dar la orden de iniciar descargas de fusil y metralla contra los inermes obreros salitreros en huelga y sus familias, que se aglutinaban en la escuela Santa María de Iquique. Silva Renard murió en julio de 1920, seis años después de haber sido herido gravemente por Antonio Ramón Ramón, obrero español que quiso vengar la muerte de su medio hermano Manuel Vaca, uno de los caídos en la Escuela de Santa María de Iquique el fatídico 21 de diciembre de 1907.

Su par colombiano, el coronel Carlos Cortés Vargas acusó a los obreros bananeros de ser los responsables de la matanza acaecida en Ciénaga porque habían provocado a la población a sublevarse contra el Ejército y creado la confusión y el caos (también para él como para Renard Silva, el mundo es al revés: las víctimas fueron los reales victimarios y los asesinos se convirtieron en víctimas), sostuvo además el torcido argumento de que había actuado para defender la soberanía nacional porque si la huelga se prolongaba hubiera intervenido la marina norteamericana, estacionada en el puerto de Santa Marta, para defender los intereses de la United Fruit Company; el cobarde admitió así que le resultaba más fácil resolver el pleito asesinando tres mil personas desarmadas que enfrentando a la poderosa marina gringa, ante la cual prefería arrodillarse. Su actuación como jefe material de la masacre de obreros no sólo no fue condenada, ni mucho menos castigada por el gobierno de Abadía Méndez, sino que recibió como precio su ascenso a general y comandante de la policía de Bogotá, que el 7 de junio de 1929 arremetió contra una manifestación que culminó con la muerte del estudiante de derecho Gonzalo Bravo Pérez, cuyo sepelio al día siguiente, 8 de junio, y la masacre realizada por el gobierno militar de Gustavo Rojas Pinilla cinco lustros después, marcarían para la historia, la celebración del día de los estudiantes colombianos.

Los autores intelectuales y materiales de las masacres de obreros de 1907 en Iquique (Chile) y en 1928 en Ciénaga) Colombia, nunca fueron ni procesados ni condenados por ningún tribunal judicial de la época ni de los períodos posteriores. Al contrario, la historiografía oficial de ambos países suele mostrar a estos personajes como próceres de la patria. La condena proviene de los de abajo, de los obreros, de los estudiantes, de los intelectuales consecuentes, de los historiadores honestos y de las gentes sencillas del pueblo que han alcanzado a conocer la verdadera historia de sus países y con sus luchas rinden homenaje a las incontables víctimas que propició el salvaje advenimiento del capital en América Latina.

Viña del Mar, Chile.

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