Columnistas
Nacionalismos
Por Juan Diego García
Los nacionalismos que adquieren tanto protagonismo político en la actualidad en el Viejo Continente tienen poco o nada que ver con la reivindicación nacional de los pueblos de la periferia pobre del planeta, víctimas precisamente de la expansión del capitalismo. Aquí, en la periferia del sistema mundial el nacionalismo en muchas ocasiones va de la mano de las luchas sociales de las capas más pobres y oprimidas que unen así la reivindicación nacional a la lucha de clases.
Por Juan Diego García
Los nacionalismos que adquieren tanto protagonismo político en la actualidad en el Viejo Continente tienen poco o nada que ver con la reivindicación nacional de los pueblos de la periferia pobre del planeta, víctimas precisamente de la expansión del capitalismo. Aquí, en la periferia del sistema mundial el nacionalismo en muchas ocasiones va de la mano de las luchas sociales de las capas más pobres y oprimidas que unen así la reivindicación nacional a la lucha de clases.
Pero en Europa por lo general el renacer del nacionalismo aparece ligado a las peores formas de la xenofobia y del racismo o, en el mejor de los casos, expresa el rechazo de las regiones más prósperas que mediante la separación del estado nacional en el cual están insertas buscan superar la supuesta explotación a la que están sometidas por el poder central en beneficio de las regiones menos desarrolladas.
El nacionalismo patológico que encuentra su mayor expresión en los partidos velada o abiertamente neonazis ganan un terreno considerable en Francia, Alemania, Reino Unido, Holanda, Austria o Italia y son particularmente agresivos en los países del Este, antiguos miembros del Campo Socialista. El caso de Hungría es el más esperpéntico pero en realidad casi ninguna nación del Viejo Continente aparece exenta de este fenómeno; en Ucrania, por ejemplo, la extrema derecha nazi controla los resortes principales del nuevo poder que apoya Occidente.
En algunos casos estos partidos nacionalistas gobiernan, en otros están en la oposición, pero siempre están lejos de ser simples farándulas o fenómenos menores de suerte que ya es común escuchar voces que denuncian la pronta hegemonía de formas muy parecidas al fascismo de antaño. Y no les faltan razones, se repiten muchas cosas. Hoy como ayer aparecen de un lado las bases sociales tradicionales de la extrema derecha que provienen de los grupos con menor nivel de cultura política, de los más afectados por la crisis y, claro, esa pequeña burguesía que siempre conformó los grupos de asalto del capitalismo fascista, el clásico tendero de barrio, el fanático anticomunista de toda la vida. De otro lado, discretamente, están siempre listos para utilizarlos los grandes grupos de poder que ven en ellos la mano torpe que les hace el trabajo sucio para imponer su hegemonía sin paliativos. “Me respaldan millones”, decía Hitler (de votos sí, pero sobre todo los millones del gran capital).
Hay por supuesto otro nacionalismo que reivindica la propia identidad frente a las amenazas (supuestas o reales) de la sociedad global en la cual se encuentran insertas determinadas colectividades y que denuncia el saqueo (supuesto, casi siempre) de sus arcas en beneficio de otras regiones de menor desarrollo. Son los llamados “euro escépticos” conservadores -un grupo que adquiere cada día mayor protagonismo como fruto de la crisis actual del modelo europeo de integración regional- o quienes sin renunciar al proyecto comunitario si exigen la separación de su nación del estado nacional correspondiente: son Cataluña, Euskadi, Escocia, la Padania (norte de Italia) o Flandes en Bélgica, para citar los casos más relevantes. Los conservadores euro escépticos proclaman que sus naciones dan demasiado a la Unión Europea para favorecer sobre todo a los “flojos y perezosos” ciudadanos del sur mientras los separatistas corresponden, casi siempre a las regiones-naciones más ricas de sus respectivos estados y sostienen en el fondo argumentos similares: dan demasiado a las otras regiones, son literalmente “saqueados” por éstas.
Pero en términos rigurosos no tiene bases serias el argumento de la represión de las señas de identidad propias (lengua, costumbres, tradiciones, etc,); no en la Europa actual, al menos por lo que a Occidente se refiere. Otra cosa sucede en el Este, en las antiguas naciones del Campo socialista, en donde si aparecen variadas formas de represión sobre todo de las minorías rusas residentes allí.
Tampoco se sostiene que Cataluña, Euskadi, la Padania o Escocia resulten “saqueadas” por el “imperialismo” de sus estados centrales. No es entonces sano el nacionalismo del pequeño país frente al poder central cuando no es más que la bandera de las regiones más ricas que no desean compartir con las demás. Entre otros motivos porque la supuesta explotación no se produce y más bien sucede al contrario en armonía con la lógica inherente del sistema capitalista. Si bien al estado central estas regiones ricas aportan más que las pobres, su “generosidad” se ve ampliamente compensada por el flujo incesante y mucho mayor del ahorro que va de las regiones atrasadas a las más desarrolladas (y no solo de capitales a través del sistema financiero sino también mediante la emigración a los centros de mayor desarrollo de lo mejor de su mano de obra). ¿Es el caso de Cataluña o de Euskadi en España?. Seguramente es así. Tampoco es la Padania la región más pobre de Italia, ni Escocia la menos desarrollada del Reino Unido o Flandes la menos próspera de reino de Bélgica.
En este contexto lo apropiado sería buscar la compatibilidad de la defensa de la propia identidad con la solidaridad entre pueblos y naciones en un proceso ecuménico (en el sentido original del término griego), más propio de la modernidad que los nacionalismos estrechos, los provincianismos limitantes y empobrecedores, o su manifestación contraria, las pretensiones hegemónicas o cualquier forma moderna de colonialismo. En efecto, el nacionalismo excluyente es practicado con igual fervor dañino por los estados centrales, Francia, por ejemplo y sobresale el caso de España fruto de la tradición fascista no superada de su derecha.
Alcanzar una relación armoniosa entre naciones dentro de un estado y entre éstos en el seno de la Unión Europea, tal como planteó en sus inicios el proyecto de la integración continental es un objetivo que las estrategias neoliberales han venido destruyendo poco a poco y que se intensifica mucho en el marco de la crisis actual. Tampoco hay una izquierda vigorosa que lo defienda. Las alternativas de progreso apenas si se manifiestan y luego del fracaso en Grecia una propuesta de este tipo parece aún más un deseo que una realidad. Mientras tanto, el sentimiento nacionalista en sus diversas formas parece dominar el escenario social y político del Viejo Continente. Las banderas del internacionalismo aguardan acaso horas más propicias.