Columnistas
Paz y ciudad
Por Horacio Duque
Los estudios y análisis sobre los orígenes y manifestaciones de la violencia en Colombia la asocian con la concentración latifundista de la tierra rural, el despojo de los campesinos, la exclusión política, la falta de libertades políticas, la concentración de la riqueza, el autoritarismo violento del Estado y el paramilitarismo.
Son pocas, casi nulas, las referencias y reflexiones sobre la relación entre ciudad y violencia política.
Por Horacio Duque
Los estudios y análisis sobre los orígenes y manifestaciones de la violencia en Colombia la asocian con la concentración latifundista de la tierra rural, el despojo de los campesinos, la exclusión política, la falta de libertades políticas, la concentración de la riqueza, el autoritarismo violento del Estado y el paramilitarismo.
Son pocas, casi nulas, las referencias y reflexiones sobre la relación entre ciudad y violencia política.
Planteado en otros términos, sobre el papel que cabe a las ciudades y a los centros urbanos en la persistencia de la violencia social y sobre las acciones en materia de desarrollo urbano para hacer realidad la paz y la convivencia entre millones de ciudadanos.
Colombia es hoy una sociedad urbana, en lo fundamental. Cerca del 75% de la población colombiana vive en centros urbanos, y se prevé que esta proporción aumentará al 85% en el año 2050. Durante las próximas cuatro décadas cerca de 20 millones de personas llegarán a las ciudades, con las correspondientes demandas de vivienda, transporte, servicios públicos y sociales, entre otros. El número de ciudades mayores de 1 millón de habitantes aumentará de 4 en 2010 a 7 en 2050, y las mayores de 100 mil, de 41 a 69, lo cual implica mayores retos en materia de conectividad y coordinación.
En los últimos años las ciudades colombianas se han convertido en el motor de nuestra economía. Cerca del 85% del PIB nacional lo generan actividades en los centros urbanos, por lo que se encuentra una fuerte relación positiva entre el nivel de urbanización y el ingreso per cápita de las regiones colombianas (http://bit.ly/1Emuv8M).
Las ciudades, que en otro tiempo fueron consideradas el resultado más perfecto de los beneficios del desarrollo económico capitalista, son hoy, sin duda alguna, la expresión más completa y brutal de la crisis aguda y casi insoportable que vive este sistema. Las que en otro tiempo fueron promesa de progreso individual y social, manifestación clara de la modernización, entendida no sólo como incorporación de los avances tecnológicos en la industria, los servicios y otras áreas de la actividad humana, sino también como realización de un futuro anunciado. Las que eran consideradas muestra evidente del desarrollo civilizatorio; utopía materializada a golpe de reorganización del espacio-tiempo de la vida toda, en aras de la maximización de la productividad, de hacer más eficientes la producción, distribución, circulación y consumo de los productos y servicios, nacionales y extranjeros; el lugar por excelencia de la mercantilización plena, dinámica, expansiva, pujante. Las que fueron núcleo de concentración de unas supuestas y reales oportunidades de ascenso social a través del empleo “seguro” y bien remunerado, de la escuela “accesible” y cuasi gratuita, del acceso a los servicios de salud, recreación, cultura, además de otros servicios urbanos que en conjunto mejoraron los niveles de vida de la gente, ampliando su posibilidad de obtener bienes que no llegaban a las zonas rurales y de satisfacer una amplia gama de necesidades (reales o creadas). Esas ciudades viven hoy un deterioro constante y su continuo declive nos expresa lo que parece la crisis irrevocable de lo urbano.
En Colombia, el crecimiento urbano presenta profundas desigualdades económicas, sociales y espaciales, y ha generado enorme y terrible pobreza y exclusión. El desmedido crecimiento de las ciudades ha contribuido a la depredación del ambiente y de los recursos naturales, ha provocado segregación social y urbana, fragmentación, privatización y utilización irracional de los bienes comunes, de los servicios y los espacios públicos.
En los últimos años, se han multiplicado los procesos que favorecen la proliferación de grandes áreas urbanas en condiciones de pobreza, precariedad y vulnerabilidad ante los riesgos naturales y los inducidos por la acción de diferentes sujetos: empresarios, gobiernos y otros colectivos sociales e individuos. En suma, hoy día construimos ciudades sociales injustas, económicamente ineficientes y con baja competitividad y complementariedad, espacialmente desordenadas, poco funcionales y ambientalmente insustentables.
De acuerdo con los análisis e investigaciones de diversos estudiosos de nuestras realidades urbanas, las ciudades colombiana se han transformado aceleradamente por lo menos en los últimos veinte años y, en el momento actual, enfrentan una problemática caracterizada, entre otras cuestiones, por precarias condiciones de vida urbana, la vulnerabilidad de la mayoría de ciudadanos, tanto en el ámbito social como económico, la degradación del entorno natural y construido, y la reorientación de las políticas sociales de combate a la pobreza, así como nuevas tendencias sobre planificación del territorio urbano.
El funcionamiento del sistema de producción capitalista, desde sus inicios, pero especialmente en su etapa neoliberal actual –que comienza entre los años setenta y ochenta del siglo XX–, ha implicado formas específicas de organización y distribución espacial que centraron en las ciudades las dinámicas más intensas del proceso de acumulación, por lo que son precisamente las ciudades las que manifiestan impactos muy negativos acarreados por dicho proceso. En el periodo referido, la dinámica capitalista también ha exigido la instrumentación de las llamadas políticas de ajuste estructural que ampliaron los costos sociales y ambientales, y han supuesto, en general, un creciente deterioro de las dinámicas urbanas.
Estos fenómenos no han sido colocados explícitamente en los diálogos de paz de La Habana. Se trata de un vacío a corregir.
Los acuerdos y consensos alcanzados hasta el momento se refieren al tema agrario, a la participación política y la democracia ampliada, a la erradicación de los cultivos ilícitos y al fin del conflicto, y poco se mencionan, por ahora, los problemas de nuestras ciudades y su desarrollo urbano (en gran parte porque el gobierno de Santos se niega a tocar el modelo neoliberal vigente), que provocan otros fenómenos muy perturbadores de violencia. Es muy probable que al dialogar sobre “los ajustes que se deben hacer al Estado para adecuarlo a la paz” se dispongan cambios en las normas que regulan la planeación urbana, pues las vigentes desde 1997, como la ley 388 (http://bit.ly/1CECVT8), son la base de una verdadera basura neoliberal como los Planes de Ordenamiento Territorial/POT, que con su segunda generación aprobada, el único resultado que presentan en sus más de 15 años de vigencia, es el de una mayor segregación social y fragmentación urbana.
La emergencia de la ciudad colombiana del siglo XXI es explosivamente dialéctica, y en la misma lo bueno y lo malo, integración y marginalidad, cohesión social y desigualdad creciente, desarrollo sostenible y dinámicas insostenibles, productividad competitiva y enclaves excluyentes, democratización de la gestión urbana y crisis de gobernabilidad de las regiones urbanizadas, globalización y localismo, están en conflicto permanente.
Conflicto que es alimentado por las lógicas del neoliberalismo, como la acción de los promotores inmobiliarios y de la planificación urbana (a través de los POT y Planes de Desarrollo), aliados en la empresa de convertir la ciudad, como en efecto lo han logrado, en una mercancía al servicio exclusivo de los intereses de acumulación explotadora.
La urbanización neoliberal impuesta con los POT, ha convertido la ciudad en una mercancía, en un valor de cambio, destruyendo su principal rasgo: ser el espacio de encuentro entre personas, grupos y culturas diferentes y un lugar para el disfrute y la satisfacción de las necesidades humanas.
Esa circunstancia ha hecho que los ciudadanos comunes y corrientes pierdan el control de la vida urbana, y que la misma quede en manos de los agentes del neoliberalismo, especialmente de los propietarios del suelo y los promotores inmobiliarios, quienes transformaron las ciudades para adecuarla a sus intereses mercantiles. En otras palabras, la ciudad dejó de pertenecer a la gente. A ella le fue expropiado su derecho a decidir sobre su propio destino y, en consecuencia, a producir la ciudad y a disfrutarla a su imagen y semejanza.
La verdad es que, la institucionalización del paradigma neoliberal (con los POT y Planes de Desarrollo), apoyado por el capital financiero y bancario, ha fomentado la organización de unas ciudades más fragmentadas y desiguales, donde predomina un uso especulativo del suelo, enfocado en proyectos residenciales cerrados y espacios públicos privatizados.
La urbanización especulativa que caracteriza el actual desarrollo urbano, es mensajera de una amenaza de muerte o degradación de la ciudad democrática, la que genera las condiciones necesarias para el ejercicio de la ciudadanía.
Tenemos, pues, el fenómeno de expropiación de la ciudad por los grupos de poder económico y político que constituyen la oligarquía inmobiliaria.
Las teorías económicas neoliberales que impulsan este proyecto de despojo, han acelerado la concentración de la renta y del poder en unas cuantas manos generando pobreza y desigualdad crecientes, exclusión, abandono masivo del campo, procesos acelerados de urbanización precaria, segregación social en la ocupación del territorio urbano, privatización de la vivienda social y de los espacios y servicios públicos, desalojos, y desplazamientos forzados de población a favor de los inversionistas y negociantes inmobiliarios y muchos otros impactos que inciden en la destrucción del patrimonio común y del tejido social a escalas nunca vistas.
Hoy la ciudad neoliberal colombiana está reducida a paraíso de los negocios inmobiliarios y de la corrupción que los apoya; al lucro derivado del manejo desregulado de las rentas del suelo y de la producción masiva de viviendas, centros comerciales y otros macroproyectos urbanos. Ya no interesa la habitabilidad de la ciudad ni la vida de sus habitantes, mucho menos si estos son pobres y excluidos del mercado.
La ciudad colombiana está inmersa en procesos de urbanización caótica, insostenible e ingobernable, que arrastran un conjunto de problemas como los siguientes:
Las zonas centrales se han densificado muy desigualmente.
El crecimiento ha sido más horizontal que espacial, con el consiguiente despilfarro de suelo, ha predominado la informalidad pero también el crecimiento por productos homogéneos (por ejemplo barrios cerrados, parques empresariales, etc.), es decir la fragmentación y la segregación social y funcional. Las estructuras urbanas de centralidad son escasas o débiles y en general la ciudad como sistema polivalente e integrador esta sólo presente en algunas áreas centrales con historia.
Las periferias continúan creciendo y la presión migratoria en muchos casos continuara si se mantienen los factores de expulsión de la población de las áreas rurales. Este crecimiento urbano conlleva no sólo el desarrollo incontrolado y depredador de importantes zonas de la ciudad que comprometen su futuro sino que también ejerce una presión sobre la ciudad central en la medida que necesita o requiere de sus servicios (ocupación de espacios públicos por la venta ambulante, utilización de equipamientos sociales y educativos, inseguridad urbana, etc.) para que esta población allegada pueda sobrevivir.
Los procesos más recientes, con gran impacto, de fragmentación urbana debido a la intromisión en las estructuras existentes de ghettos para ricos, ya sea en forma de “productos urbanos” – o sea grandes equipamientos “autistas” con respecto al entorno, segregadores y dedicados principalmente al consumo- o de comunidades, barrios, ciudades o pueblos cerrados.
El desarrollo urbano mediante asentamientos informales, el crecimiento horizontal, el despilfarro de suelo, la contaminación de las aguas por ausencia de redes de saneamiento, la captura ilegal de algunos servicios básicos (energía, agua), la proliferación de servicios de naturaleza pública no reglados (transportes, a veces asistencia sanitaria, policías barriales, etc.) y la ocupación de suelos no idóneos.
La degradación de áreas centrales o de barrios de la ciudad formal que no se renovaron en su trama y / o actividades y en los que se produce la dialéctica del deterioro social y funcional, abandono de actividades centrales o dinámicas y de poblaciones de ingresos medios, deterioro del patrimonio físico, incluso del arquitectónico y monumental, pérdida de elementos simbólicos o identitarios de la ciudad, inseguridad ciudadana, etc.
La proliferación en la ciudad de actividades informales como los vendedores ambulantes con efectos depredadores sobre los espacios públicos y los servicios urbanos y que a menudo entran en conflicto con los habitantes residentes o activo formales.
El desarrollo de actividades vinculadas a la economía ilegal y a la delincuencia urbana, y en general aumento objetivo y subjetivo de la pérdida de seguridad y de calidad de vida por parte de la población urbana formal.
La menor eficacia de políticas urbanísticas redistributivas y reactivadoras (por ejemplo mediante la generación de nuevas centralidades, realización de espacios públicos de calidad en los barrios de menores ingresos, etc.), debido al bajo nivel de la demanda solvente y a la menor integración cívica de la población.
El bajo nivel de participación ciudadana y poca capacidad de negociación de importantes sectores de la población marginal.
La dificultad de reconversión de estas áreas (por todas los efectos ya dichos, a los que se añade muchas veces la resistencia de la población al cambio y de las zonas formales a recibirla) o la implementación de soluciones que reproducen la marginalidad desde una teórica formalidad (conjuntos de viviendas públicas de baja calidad y separadas física y culturalmente de la ciudad formal). Eliminar las viviendas marginales del área central, trasladando a la población de barrio es un grave problema para sus habitantes.
Señalemos, además, que cuando casi el 75% de la población vive en el espacio urbano, solo una parte de estos habitantes urbanos vive en la ciudad, en estricto sentido, quizás la mitad o menos, pues el resto vive en zonas urbanizadas pero segregadas, dispersas, fragmentadas. Una urbanización que no genera automáticamente ciudad, que en ciertos casos extremos parecen oasis de civilidad y en otros se han degradado hasta convertirse en zonas de riesgo, en ambos casos rodeados de espacios monofuncionales y monosociales, sin capacidad de autogobierno, exponentes de un desarrollo insostenible, que genera comportamientos anómicos y psicologías sociales marcadas por el individualismo, el miedo a los “otros” y el afán insolidario de distinción.
La informalidad del desarrollo físico, la enormidad de las desigualdades sociales, la persistencia de la pobreza urbana, la percepción social de que se da una creciente y casi incontrolable violencia urbana, la muy objetiva realidad de las dinámicas que conllevan insostenibilidad (despilfarro de suelo, contaminación del agua y de la atmósfera, agotamiento de recursos hidrológicos, graves carencias de redes de saneamiento y de sistemas eliminación de residuos, etc.), el aumento del desempleo y en algunos casos del analfabetismo y de la mortalidad infantil, etc. no solo son fenómenos heredados del pasado sino muy presentes y no parecen tener solución en un futuro inmediato.
En muchos casos podría argumentarse que las políticas urbanas en curso, consignadas en los Planes de Ordenamiento Territorial/POT, no atenúan estos problemas, funcionales y sociales, incluso los agravan enormemente, debido al deterioro institucional de las alcaldías municipales.
Con 15 años de vigencia de tales instrumentos de planificación urbana, los resultados son negativos, pues quien se ha visto favorecido por dichas herramientas son los especuladores inmobiliarios y un pequeño núcleo de constructores que controla la institucionalidad para favorecer sus procesos de acumulación. La verdad es que el papel de tal planificación es traducir el orden social jerarquizado, controlado por unas minorías, en una organización territorial que lo reproduce.
Lo cierto es que la planificación institucional es una secreción de una sociedad dominada por el valor de cambio que, por ende, genera un espacio homogeneizador, represivo y cuantitativo manteniendo a raya la diferencia, la calidad y la creatividad.
Solo una práctica de oposición o anti-planificación puede abrir las puertas a la producción de diferencia. Tal práctica tiene que ser agresiva y contestataria e inscrita en una lucha de clases que abra nuevos espacios de posibilidad y genere nuevas prácticas donde el uso y la apropiación prevalezcan. El futuro no es un resultado mecánico de leyes subyacentes a la realidad ni de una racionalidad objetiva. El futuro es lo que queremos las mayorías sociales. No se puede predecir o diseñar científicamente en una mesa de dibujar. Si bien podemos actuar guiados por lo que no queremos, sobre la base de aquello de lo que conocemos que nos aliena y de principios humanizantes, no podemos predecir cómo será ese futuro; pero si podemos construirlo a través de la eliminación en la práctica diaria lo que nos aliena.
En última instancia, la planificación urbana es un acto de poder. Entonces podemos hablar de un poder que impone su agenda desde arriba, una negociación donde cada parte entra con la misma posibilidad de influir el resultado, o un ejercicio de contradicciones donde puede haber formaciones que incluyen varios sectores de clase bajo el control de una de ellas (ej. el clientelismo) o una lucha por imponer los intereses de una a las demás.
De hecho la planificación no ha logrado ni puede imponer un dominio absoluto de clase. La democracia liberal representativa ha propuesto una planificación con participación constreñida (planificación participativa) donde se manipulan los intereses de clase y donde se presentan muchas combinaciones. Para nuestro caso, la globalización neoliberal aparece como un nuevo absolutismo de clase apoyada en una maquinaria apabullante de propaganda e ideología (las virtudes del libre cambio y de la mal llamada democracia), un monopolio cada día más arraigado del poder represivo del Estado y la dictadura del mercado. Esta planificación ha sido devastadora para la ciudad colombiana y ha profundizado el sistema de transferencia de valor hacia fuera. Si Colombia quiere cambiar su destino tiene que desarrollar otra doctrina, otra práctica, y una planificación contestataria o alternativa a la que la globalización neoliberal impone.
En conclusión, señalemos, que la superación del largo conflicto armado colombiano y la construcción de la paz con las nuevas fuerzas sociales y políticas necesita de un vuelco absoluto en la situación de las ciudades y su desarrollo urbano.
Un paso en ese sentido sería la eliminación de las leyes sobre desarrollo urbano expedidas en los años recientes y la planificación del mismo recogida en los Planes de Ordenamiento Territorial/POT, hoy en su segunda generación, verdadera basura neoliberal, causante de la pobreza y segregación de millones de colombianos como lo estamos observando en Medellín, Bucaramanga, Bogotá, Barranquilla, Cali, Popayán, Villavicencio, Pereira, Cúcuta, etc.