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Trump y el imperio de la imbecilidad

Por Reinaldo Spitaletta  

El multimillonario payaso gringo (perdón con ese oficio de grandes cultores), candidato a la nominación por el Partido Republicano para las próximas elecciones presidenciales estadounidenses, parece conocer todos los secretos de los efectos mediáticos, y lo mediático es, por principio, lo que es más visceral que razonable.

Domina, además de los escenarios televisivos y de los estúpidos realities, los pilares de la propaganda nazi (que tuvieron, por lo demás, sus orígenes en los Estados Unidos) de repetir hasta la saciedad una mentira para que tome investidura de verdad.

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Por Reinaldo Spitaletta  

El multimillonario payaso gringo (perdón con ese oficio de grandes cultores), candidato a la nominación por el Partido Republicano para las próximas elecciones presidenciales estadounidenses, parece conocer todos los secretos de los efectos mediáticos, y lo mediático es, por principio, lo que es más visceral que razonable.

Domina, además de los escenarios televisivos y de los estúpidos realities, los pilares de la propaganda nazi (que tuvieron, por lo demás, sus orígenes en los Estados Unidos) de repetir hasta la saciedad una mentira para que tome investidura de verdad.

El magnate con ascendencia escocesa y descendiente de inmigrantes alemanes, en sus muy estudiadas declaraciones para titulares de prensa es capaz de resucitar discursos xenófobos, sexistas, antigay, irse contra los mexicanos como si fueran la presencia del demonio en tierras del Ku Klux Klan, y decir bobadas como que si su hija no fuera su hija, estaría saliendo con ella.

El sujeto rubio, que no usa peluquín, es capaz de echar de sus conferencias de prensa a reporteros incómodos, como pasó con el mexicano Jorge Ramos, o burlarse de las limitaciones físicas de periodistas como Serge Kolaveski, de The New York Times. El figurín Trump, un baboso al que el dinero parece darle el derecho a la ofensa, promueve la creación de un muro en la frontera con México, para no dejar pasar a los que él acusa de ser “narcotraficantes, criminales y violadores”.

Apela a las sinrazones, quizá para despertar simpatías entre segregadores y rascistas, como los de la asociación del rifle y las organizaciones supérstites de violadores de los derechos de las minorías. Este “hombre de negocios”, dueño de rascacielos, autor de bestsellers, es capaz de desconocer la historia cultural de un país, producto de inmigrantes de distintas latitudes, para decir, sin dársele nada, que “aquí se habla inglés, no español”, todo con el fin de poner la mira del odio y la discriminación contra los inmigrantes latinos.

Famoso también por su programa El aprendiz, en el que usaba con los perdedores la frasecita “estás despedido”, el candidato sabe cómo registrar en los medios. Este “nuevo rico desacomplejado”, que no es producto, según él mismo, del “club del esperma con suerte”, sino, más bien, una mezcla de “vulgaridad, hedonismo y opulencia”, ganó el Premio a la Mentira 2015, otorgado por una organización especializada en detectar la mentiras de los políticos.

Una de sus embustes famosas fue la de decir que miles de musulmanes de Nueva Jersey celebraron 11-S, en el mismo momento en que las torres gemelas se derrumbaban. Lo más curioso es que, entre más insulta y miente, más sube en las encuestas. Trump, una especie de actor circense de categoría inferior, que aspira a revivir el denominado sueño americano, es un defensor del pavoroso Waterboarding, un método de tortura utilizado por la CIA en sus cárceles secretas por todo el orbe, para sacar información a los sospechosos detenidos por el caso de las torres gemelas. Lo instauró la administración de George W. Bush.

En los tiempos del presidente Woodrow Wilson, que estableció un comité (el Creel) para lavar el cerebro del pueblo norteamericano, para que apoyara la participación de E.U. en la Gran Guerra, se buscaron enemigos imaginarios (en aquel caso, los alemanes; luego, el peligro rojo, que condujo más tarde a la condena infame de dos inmigrantes inocentes, Sacco y Vanzetti). Aquellos métodos propagandísticos (en los que se usó, por ejemplo, a Hollywood, los boyscouts, la psicología de masas…), fueron adoptados y perfeccionados años más tarde por los nazis.

Seguro que el boquiflojo Trump sabe todo eso. Y lo utiliza a su amaño. No ignora cuáles son los efectos de decir, por ejemplo, que ciertas mujeres son “cerdas gordas, perras, y animales desagradables”. Ni tampoco el de advertir, en una frase efectista y vulgarota, que tiene “el pene suficientemente grande para asumir la presidencia” de un país, caracterizado en su política exterior por ataques y numerosos irrespetos a las soberanías nacionales, por invasiones y otras actitudes imperialistas.

Tener como aspirante a un individuo como Trump puede ser una traza de la decadencia del establecimiento gringo. Una ratificación de la vulgaridad y la superficialidad en las que ha caído la campaña electoral y un síntoma de cómo la “tele-realidad”, las sandeces y la banalización del mundo, son parte del mercado (lo electoral lo es) y de la caída de la razón frente a la imbecilidad.

El Espectador, Bogotá.

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