Columnistas
Un periodista descuartizado
Quizá hoy, en un mundo cada vez más insensibilizado y reducido a la geopolítica, sea “normal”, o al menos intrascendente, que en un consulado descuarticen a un periodista y mientras lo hace con pericia un médico forense, ante los alaridos de la víctima, pide a los agentes al servicio de un maquiavélico príncipe que pongan música. Sí, porque de pronto los del mundo exterior pueden escuchar la manera como se castiga a un opositor.
Quizá hoy, en un mundo cada vez más insensibilizado y reducido a la geopolítica, sea “normal”, o al menos intrascendente, que en un consulado descuarticen a un periodista y mientras lo hace con pericia un médico forense, ante los alaridos de la víctima, pide a los agentes al servicio de un maquiavélico príncipe que pongan música. Sí, porque de pronto los del mundo exterior pueden escuchar la manera como se castiga a un opositor.
Por: Reinaldo Spitaletta
Quizá hoy, en un mundo cada vez más insensibilizado y reducido a la geopolítica, sea “normal”, o al menos intrascendente, que en un consulado descuarticen a un periodista y mientras lo hace con pericia un médico forense, ante los alaridos de la víctima, pide a los agentes al servicio de un maquiavélico príncipe que pongan música. Sí, porque de pronto los del mundo exterior pueden escuchar la manera como se castiga a un opositor.
Me parece que debería continuar vigente aquel pensamiento pleno de perturbaciones del poeta inglés John Donne: “La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad…”. Pero, qué va. Podría catalogarse hoy como una expresión con exceso de sentimentalismo. ¿Adónde hemos descendido? ¿Hasta qué punto el otro es solo un ser sin significado? No sé si era de Virginia Woolf aquella sentencia terrible, pero razonable, de “odio al prójimo”, sobre todo, en este caso, cuando el tal prójimo (hoy en la aldea universal todo es cercano, y prójimo es el próximo, el que está a mi lado) es un bárbaro, como el príncipe de Arabia Saudí, de 33 años, Mohamed bin Salman, aliado de Trump. Lo dicho: geopolítica.
Ya no estamos, como en una novela, a la espera de los bárbaros. Estos han llegado hace rato. Y lo copan todo. Ya tal vez ha quedado atrás aquel poema de Kavafis: “–¿Por qué están los senadores sentados, sin legislar? / –Porque hoy llegan los bárbaros. / –¿Qué leyes van a hacer los senadores? / –Ya las promulgarán cuando vengan los bárbaros”. Están aquí. Y ya lo advirtió el poeta: “Los bárbaros son una solución”. Sin ellos, no habría invasiones, ni hambrunas, ni neocolonialismos, ni esclavitudes. Ni se podría desollar a un periodista de 60 años, que entró al consulado de su país, Arabia Saudí, en Estambul a solicitar unos documentos. Y no volvió a salir de allí. O sí, destazado, en una valija diplomática.
Jamal Khashoggi, saudí, opositor al régimen de su país, columnista de The Washington Post, pensador, tuvo, como han dicho en la prensa, que desaparecer del mundo para obtener lo que no pudo hacer con sus escritos: “atraer la atención” internacional hacia la represión despiadada, la censura, las “travesuras” infames del régimen de Arabia Saudí, país aliado de Estados Unidos.
¿Y qué? No pasa nada. Trump —que como muchos de los presidentes que en ese país han sido, y como es propio del carácter de una superpotencia, o como es la esencia del imperio, no “tiene amigos sino intereses”— pocas bolas les ha parado a las acusaciones que se hacen contra el principito árabe, que, por otro lado, ha ayudado al negocio de hotelería del denominado “simio blanco” (la comparación ofende a los simios). Negocios. Geopolítica. Alianzas para dominar el mundo. Qué puede importar que descuarticen a un periodista.
Y ante el asesinato, Turquía, donde sucedió el horrible acontecimiento, ha sabido aprovechar el hecho, sucedido en Estambul, para poner a Arabia Saudí contra las cuerdas. Pura geopolítica. Mientras los árabes, y aun los Estados Unidos, decían que al periodista lo había asesinado un comando que actuó “por cuenta propia”, el presidente turco, Erdogan, daba palazos a la Casa Blanca, a fin de ganarse su respaldo y alejar un tanto de ella a los saudíes. Maniobras de la diplomacia.
El mandatario turco “no quiere ir solo contra los saudíes —afirmaba para The Washington Post el director del Centro de Estudios Turcos del Instituto de Oriente Medio, Gonul Tol—. Quiere enmarcar esto como un problema mundial”. Unos y otros tienden a aprovechar para sus réditos particulares la muerte de un periodista que mantuvo su posición crítica contra un régimen represor, que ha desaparecido a muchos de sus contradictores, como ha sido el del príncipe heredero.
Erdogan, que no es ninguna “pera en dulce”, tiene cadenas de televisión y ha cooptado a periódicos comprados por empresas muy cercanas al gobierno, y, para no desentonar, ha cerrado otros medios que no le echaban incienso al mandatario. Así que, como servido en bandeja, el descuartizamiento del periodista también le ha dado “categoría” a Erdogan para echar un pulso con los saudíes a ver quién influye más en la zona.
Como dicen, y la crueldad es parte de la geopolítica, los pedacitos de Kashoggi le cayeron como del cielo a Erdogan. Qué mundo este. Perro mundo, dirían en otros tiempos. Los bárbaros abundan. Como en un viejo tango, la “razón la tiene el de más guita”, el dueño del petróleo, el que controla las rutas, el poderoso. Ya no hay que esperar a los bárbaros. Hace tiempos llegaron y se instalaron en la historia. Pura geopolítica. Querida Virginia, ¿a cuál prójimo hay que odiar?
Tomado de https://www.elespectador.com/