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Una guerra vieja

Por Antonio Caballero  

La joven senadora Paloma Valencia Laserna parece no darse cuenta de que su abuelo Guillermo León Valencia inauguró hace 51 años el medio siglo más sangriento de la historia de Colombia.

En vista de que ni bajo los garrotes del Esmad cesa la agitación de los indígenas del Cauca –una agitación que no ha cesado desde la llegada del conquistador Sebastián de Belalcázar, a principios del siglo XVI– propone ahora la senadora uribista Paloma Valencia una solución salomónica.

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Por Antonio Caballero  

La joven senadora Paloma Valencia Laserna parece no darse cuenta de que su abuelo Guillermo León Valencia inauguró hace 51 años el medio siglo más sangriento de la historia de Colombia.

En vista de que ni bajo los garrotes del Esmad cesa la agitación de los indígenas del Cauca –una agitación que no ha cesado desde la llegada del conquistador Sebastián de Belalcázar, a principios del siglo XVI– propone ahora la senadora uribista Paloma Valencia una solución salomónica.

Que se parta el departamento en dos. Una parte para los indígenas (20 por ciento de la población), “para que ellos hagan sus paros, sus manifestaciones y sus invasiones”; y otra para los mestizos (un 60 por ciento), que sea “un departamento con vocación de desarrollo donde podamos tener vías, donde se promueva la inversión y donde haya empleos dignos para los caucanos”.

¿Y los negros? Son otro 20 por ciento. La senadora Valencia les concede la libertad: que escojan el que prefieran. O que hagan su propio departamento de negritudes. Pero cree que acabarán yéndose de su lado, porque “entre los mestizos y los afros ha habido una enorme relación”.

La senadora parece no darse cuenta de que las protestas y las invasiones de los indígenas no son, como se lo recuerda en El Espectador Catalina Ruiz-Navarro, “un caprichoso ritual de su cultura” que podrían practicar entre ellos mismos, sin incomodar a nadie. Tienen un propósito político. Van dirigidas hacia algo y contra alguien. Hacia la defensa de sus derechos, que el Estado no protege, y contra los blancos (que ella llama “mestizos” en un alarde de corrección política que no debe de gustar mucho en su casa pero tiene la ventaja de diluir el prejuicio racial en la masa estadística).

Contra el Estado, digo, que ni cumple ni hace cumplir sus propias leyes de protección de los derechos de los indios. Ni los que les otorga la Constitución del 91. Ni los que quiso darles la Ley de Tierras de 1936 sobre la función social de la propiedad, bajo el primer gobierno de López Pumarejo. Ni los que les garantizaba el decreto del Libertador Bolívar del 20 de mayo de 1820, que ordenaba “devolver a los naturales, como propietarios legítimos, todas las tierras que formaban los resguardos según títulos, cualquiera que sea el que aleguen para poseerlas los actuales tenedores”. Ni los que les prometían las Leyes Nuevas del emperador Carlos Quinto, que en 1542 crearon los resguardos para terminar con los abusos genocidas de los encomenderos. Y aún más que contra la figura abstracta del Estado, las luchas de los indígenas del Cauca han sido contra sus representantes de carne y hueso: los encomenderos de la Conquista, los terratenientes de la Colonia y la República, que ampliaron sus haciendas devorando los resguardos reinstituidos por Bolívar, pero minados de raíz por el principio del “repartimiento”, que permitía convertir en individual y transable la propiedad colectiva de las comunidades, propiedad que era considerada un estorbo para el avance de la civilización. Porque esa guerra centenaria se ha librado siempre esgrimiendo los más altos principios: la evangelización en el siglo XVI, el progreso en el XIX, lo que ahora, en el XXI, Paloma Valencia llama solemnemente “la vocación de desarrollo”. Todos ellos llevados a la práctica por la fuerza: la espada, la cárcel o el cepo, o el escuadrón móvil antidisturbios. Y en nombre de la ley, que ha sido siempre la del más fuerte.

Para Paloma Valencia eso sigue siendo así: “Las tierras del Cauca –sentencia– son de sus dueños legales. Lo de los indígenas es una invasión”. Inspirada, por supuesto, e infiltrada por las Farc, tal como manda la doctrina del uribismo. Por consiguiente no puede haber ningún acuerdo, ya que “Colombia no podrá tener paz mientras las Farc no paguen cárcel, mientras no entreguen los inmensos recursos que tienen para resarcir a las víctimas”. Es muy sencilla la receta: que las Farc “firmen el papel, paguen cárcel, entreguen sus bienes y renuncien a la participación política. Y Colombia tendrá paz”.

Como la vez pasada. No sorprende que la joven senadora cierre sus declaraciones sobre la agitación en el Cauca diciendo: “Entre mis ancestros hay un presidente de la República que le consiguió la paz a Colombia”. Parece no darse cuenta de que su abuelo Guillermo León Valencia, que fue insensatamente llamado por eso “el presidente de la paz”, no hizo otra cosa que darle origen a una nueva guerra. Al bombardear estruendosa pero ineficazmente el caserío en donde Manuel Marulanda cuidaba sus gallinas y sus marranos inauguró hace cincuenta y un años el medio siglo más sangriento de la historia de Colombia desde…

Desde los tiempos de Sebastián de Belalcázar.

Revista Semana, Bogotá.

 

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