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Y Obama entró en La Habana

Por Alpher Rojas C.  

La juventud rebelde dio a entender que no había llegado a un pueblo horadado por la desesperanza.

El garboso y juvenil presidente Barack Obama, integrante de la etnia más excluida del mundo y jefe del mayor imperio militar del planeta, desplegó el elocuente espectáculo de su mentalidad activa y práctica, al tiempo que su pensamiento agitaba el debate intelectual contemporáneo en América Latina. Siguiendo a Proust, Obama aceptó que el único viaje auténtico no consiste en ir hacia nuevos paisajes sino en tener otros ojos, “ver el mundo con los ojos de los otros”.

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Por Alpher Rojas C.  

La juventud rebelde dio a entender que no había llegado a un pueblo horadado por la desesperanza.

El garboso y juvenil presidente Barack Obama, integrante de la etnia más excluida del mundo y jefe del mayor imperio militar del planeta, desplegó el elocuente espectáculo de su mentalidad activa y práctica, al tiempo que su pensamiento agitaba el debate intelectual contemporáneo en América Latina. Siguiendo a Proust, Obama aceptó que el único viaje auténtico no consiste en ir hacia nuevos paisajes sino en tener otros ojos, “ver el mundo con los ojos de los otros”.

Hijo de madre soltera y padre negro –africano–, desde niño se irguió solitario en medio de los prejuicios racistas y de clase, hasta lograr que toda una nación se detuviera a contemplar con asombro su intención de romper con esos paradigmas tradicionales que habían aumentado las divisiones entre los individuos y las brechas entre los países. A esa sociedad, en el paroxismo de sus contradicciones, había llegado un pacifista o, cuando menos, el menos guerrerista de sus últimos líderes, un ser inteligente que prefiere la cooperación al conflicto en la relación social, en el instante preciso en que su país –subordinado a la cavernaria ideología presidencial y a la lógica sanguinaria de Nixon, Reagan y Bush– proyectaba los horrores de un tercer o cuarto holocausto y desataba el salvajismo de la globalización económica como método de reinvención de su modelo de acumulación.

Esta vez Obama frente a la silueta del Che exhibiría, él también, “ese romanticismo del sublevado contra su época”. Entonces, la mirada desconfiada de la juventud rebelde –muchos de cuyos integrantes aún no habían nacido como él, en 1959–, le dio a entender muy pronto que no había llegado a un pueblo vencido y horadado por la desesperanza, sino a la tierra entusiasta de gente creativa en los dominios de la educación, la ciencia y la cultura (“Los cubanos inventan del aire”, les reconoció)

Para él, politólogo de Columbia y abogado de Harvard, estudioso consagrado de la sociología de Wright Mills y de la antropología de Claude Levy-Strauss, no podría pasar desapercibida la actitud discursiva de la gente en cuya base una potente conciencia política ha impulsado su tenaz empeño de medio siglo por afianzar el rico imaginario cultural, científico y estético que les ha permitido sobrevivir dignamente a las agresiones decretadas por su vecino del norte.

Registraría, con admiración, que los cubanos hubiesen instaurado –con la orientación de su erudito patriarca Fidel, “hombre de costumbres austeras e ilusiones insaciables”– una sociedad de nuevo tipo, menos desigual, más sana y mejor educada, con una cultura global integral que les permite “sembrar salud y saber, medicina y educación para que miles de niños reciban en todo el planeta la atención médica indispensable”. Y que sus avanzados programas de salud pública hayan contribuido a que, desde hace varios años Cuba exhiba las tasas de mortalidad infantil por debajo de cinco, inferior a las de países desarrollados como Estados Unidos y Canadá, y que más de siete mil cubanos –en 2015– se beneficiaran con la terapia celular en medicina regenerativa, una de las más perfeccionadas del mundo.

Y solo así, en la percepción directa con la vanguardia caribe y latinoamericana y su probado humanismo, frente a esa mágica realidad cultural y estética presente en cada rincón, Obama entendió por qué el marxismo es una teoría de la guerra justa aplicada a la política.

Por este viaje y por los reconocimientos que se vio obligado a hacer, los cruzados adversarios en su obsesiva abulia lo estudiaron en detalle y examinaron con prejuicios invencibles sus credenciales morales, aunque luego celebrarían fascinados los epigráficos desafíos con los que Obama –desde el Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso– convocaba a los isleños a olvidar su historia y a pensar más en su futuro.

Sin embargo, para los hijos y nietos de la revolución, así como para la moderna sociedad del conocimiento resultaba paradójico que aquel pueblo “libre” de los Estados Unidos tan riguroso en la producción de ciencia y tecnología, capaz de mover el destino del mundo, fuera tan avaro a la hora de poner en función su desarrollo democrático y los derechos humanos, y al tiempo –como dijo alguna vez García Márquez– “no tuviera la inteligencia indispensable para elegir un presidente digno de su tamaño”, uno que fuera capaz de superar la vuelta de tuerca de las grandes corporaciones armamentistas y financieras para resolver pacíficamente los conflictos pendientes de la historia contemporánea, como aquellos que solo demandan voluntad política, representados en el embargo económico y la devolución de la base de Guantánamo a sus auténticos dueños: los cubanos.

El Tiempo, Bogotá.

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