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La cultura, la vida

Por Alberto Salcedo Ramos  

A través de las expresiones culturales, Colombia se ve como un país distinto al que nos muestran en la prensa del día a día: más laborioso, más humano, más apegado a Eros que a Thanatos. Un país cuyos habitantes resisten y acentúan el sentido de pertenencia por medio de sus tradiciones.

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Por Alberto Salcedo Ramos  

A través de las expresiones culturales, Colombia se ve como un país distinto al que nos muestran en la prensa del día a día: más laborioso, más humano, más apegado a Eros que a Thanatos. Un país cuyos habitantes resisten y acentúan el sentido de pertenencia por medio de sus tradiciones.

El fogón donde se cocinan los dulces de la abuela y el patio donde resuenan las melodías de nuestros festejos populares son los símbolos más espontáneos de nuestra nacionalidad.

Meterse en el alma de nuestras fiestas y oficios es descubrir historias de lo que pudiéramos llamar el “lado B” de Colombia. Digo lado B no porque le falte importancia para ser el A, sino porque los medios tradicionales relegaron el cubrimiento de la cultura popular a las páginas traseras o lo convirtieron en relleno de las secciones de farándula.

Quien haga el viaje de la panela en el Oriente de Antioquia, cubra la ruta de las macetas en Cali, zapatee un fandango en las sabanas del viejo Bolívar, sienta el sonido de una tuba cerca del oído en San Pelayo, sea testigo de un ritual indígena en el Cauca, conozca por dentro el trabajo del llano en el Meta, descubra el proceso de la chicha en el Huila, vea elaborar pitos de millo en el Atlántico, converse con los juglares del Magdalena Grande, beba jugo de arazá en Leticia, acompañe a los pescadores durante el Festival de la Cachama en Puerto Gaitán, se siente con un músico tolimense mientras afina su tiple, sienta la fuerza visceral de una danza fluvial en el Chocó, se meta en las entrañas del Carnaval de Negros y Blancos en Pasto tendrá una visión distinta de Colombia, acaso más humana, acaso más risueña.

En la cultura popular reconocemos el mejor rostro de lo que somos como país. El contrapeso de nuestra violencia cotidiana no es el entretenimiento edulcorado, frívolo, que proponen las secciones de farándula de los telenoticieros sino la capacidad de resistencia de la gente a través de su cultura.

Si un extranjero recién llegado a Colombia solo ve la primera parte de un telenoticiero nuestro, creerá que somos simplemente un país de matones. Si ve solo la última supondrá que somos una horda de faranduleros, una legión de seres preocupados por el siguiente capítulo del reality de moda o por el destino de la modelo que se fue a probar suerte en Miami.

En la cultura popular se ve un rostro del país alejado de esa visión simplista trazada por el afán del rating: lo que vemos acá es gente que apela a sus usos y costumbres para ayudarse a sobrevivir.

Es al explorar la cultura de las comunidades cuando se entiende verdaderamente cómo son: sus creencias, su manera de vivir, de celebrar, de relacionarse con sus ancestros y con su entorno.

Mirar la realidad colombiana a través de ese prisma con mayor frecuencia es un acto de justicia que le debemos al país. Porque como decía André Malraux, “cultura es lo que, en la muerte, continúa siendo la vida”.

El Colombiano, Medellín.

 

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