Columnistas
Los medios: la concentración, el asco y la esperanza
Por Florencia Saintout*
Después de la Gran Afirmación en torno a la muerte de la política, en América Latina al Sur primero, y en Europa del Sur más tarde, se habla de crisis del neoliberalismo. Se balbucea, se canta, se pinta en banderas de millones. Y es verdad, el neoliberalismo está en crisis. Lo han puesto en crisis las luchas por la dignidad y la justicia. Pero no ha muerto. No ha desaparecido un mundo de capitalismo tremendamente desigual que necesita del terror y de la guerra para mantenerse vivo.
Por Florencia Saintout*
Después de la Gran Afirmación en torno a la muerte de la política, en América Latina al Sur primero, y en Europa del Sur más tarde, se habla de crisis del neoliberalismo. Se balbucea, se canta, se pinta en banderas de millones. Y es verdad, el neoliberalismo está en crisis. Lo han puesto en crisis las luchas por la dignidad y la justicia. Pero no ha muerto. No ha desaparecido un mundo de capitalismo tremendamente desigual que necesita del terror y de la guerra para mantenerse vivo.
Y también de los medios. De esos que son capaces de estructurar formas públicas de sentimiento. De engendrar oídos y vistas.
Este mundo salvaje solo es aceptado si se adormecen las sensibilidades y las razones. Si se silencian para siempre. Y para ello usan maquinarias especializadas en el des/armado de la palabra. Ni siquiera estoy hablando del periodismo a secas, sino de mega empresas comunicacionales productoras de un sentido común que se vive como única verdad. De enunciados que se reconocen (como indiscutibles) al mismo tiempo en que se desconocen (como hechura histórica).
En un tiempo de mediatización de la vida cotidiana la producción en serie de la verdad va acompañada de la invención de un tipo de subjetividad que huye a la información, y busca luces de espectáculo para alumbrarlo todo/escondiendo todo.
Estos días parecen corroborar el papel central que ocupan los medios en la escena pública, pero ya no sólo desinformando y mintiendo, sino operando activamente en la construcción de una escena sórdida que únicamente le conviene a aquellos que no pueden tolerar que gobiernos elegidos democráticamente busquen Verdad y Justicia.
Algún día los medios tendrán que dar cuenta: por su accionar canalla durante la dictadura argentina como por su accionar canalla promoviendo nuevos modos de golpismo. De la misma forma en que el Golpe de Estado de 1976 no fue sólo un golpe militar, tampoco hoy los intentos de golpes en la región son sólo judiciales o mediáticos. Pero ellos son los que van al frente.
Los medios concentrados pueden conspirar contra la democracia porque están dentro de una formación social en la que persisten rastros de una cultura macabra que refuerza sus posiciones al mismo tiempo que es reconfigurada en gran parte por ellos. Esto se ve claramente en las concepciones en torno al Estado como enemigo y de la política como negocio y podredumbre.
Nada de lo que se dice en los medios se dice en el vacío. El vacío social no existe. Los medios hablan en un contexto de rastros de neoliberalismo que aún no se fue ni terminó. Debemos recordar que las mejores medidas tomadas para el bienestar de las mayorías en estos años han ido a contrapelo de la historia. Eso es y ha sido el kirchenerismo: esa contracorriente; ese engendro inesperado que se anidó en el recuerdo del calor que se suponía desaparecido para siempre. El calor como saber de la resistencia, tal cual lo describió Fogwil en su obra paradigmática de la derrota, Los Pichiciegos. El calor que permitió que a pesar de la tremenda adversidad lo hayamos visto bajar cuadros.
Pero es necesario saber que, aunque sacudidas, las estructuras más conservadoras y rancias de la Argentina no se han retirado. Amasadas en siglos, con cimientos de horror, no están dispuestas a entregar nada. Los medios concentrados no son en este esquema voceros ni medios: son actores centrales. Por eso es que la presidenta Cristina Fernández los trata como tales. Por eso es que todos los presidentes de estos últimos años en la región se dirigen a ellos y los interpelan.
Estos medios construyen la noticia diaria bajo las lógicas de la mercancía, atacando permanentemente a la política y al Estado en nombre de un modo de entender la libertad de expresión como una libertad pre pública y nada común. En todo caso, para ellos la libertad de expresión es sólo la libertad de unos pocos individuos. El resto son sobras.
Tienen un enorme poder de destrucción que además se inscribe en la memoria de un Estado que fue maquinaria de represión y expulsión para las mayorías. Un Estado a través del cual se cometieron grandes crímenes. También en esa memoria está presente aún el que se vayan todos. Al contrario de lo que a veces se supone, que rápidamente se ha olvidado la experiencia vital del desamparo, creo que esta ha quedado como un gran temor legítimo sobre el cual los medios gestionan ilegítimamente, de acuerdo a intereses inconfesables. Con pocos elementos y una gran maquinaria al servicio de la producción de verdades, activan sedimentos de desconfianza pero esta vez contra una política y un Estado que van en una dirección radicalmente distinta a aquella que se vivió en el triunfo neoliberal.
Tratan de presentar al Estado y a la política como un asunto sucio y monolítico del cual hay que huir (que huya la ciudadanía y que gobiernen los medios, sostienen). Todo es para ellos una cuestión de poderes demoníacos, donde no hay creación, ni humanos, pero sobre todo, no hay acción colectiva. Aquí confluye la derecha con un progresismo bruto que aporta una teoría lineal y miope del estado hecha de falsos determinismos.
Es necesario contraponer a ese sentido común construido de manera interesada el debate más profundo de ideas y razonamientos. El Estado debe ser pensado desde perspectivas que den cuenta de su condición abigarrada e histórica, donde aún persisten fuerzas siniestras (para citar sólo un ejemplo, las que se incrustaron a lo largo de décadas en Inteligencia, como también esas fuerzas represivas que se visibilizan en las denuncias contra la tortura en la mayoría de las cárceles del país) pero que luchan contra otras fuerzas habilitadas por la política que tienen un contundente sentido emancipador. Negar esa lucha es negar la posibilidad de transformación.
Como bestias salvajes muertas de hambre aplican la ley de las equivalencias para borrar el espesor de la palabra pública. Todo es lo mismo. Espectáculo, política, marketing, indignación y feria. Da lo mismo un atentado terrorista que tampones; que justicia; que silencio; que bandera. Todo las 24 horas minuto a minuto con el mismo gesto de asco.
Llenos de asco: porque las sirvientas dejaron de ser esclavas y los genocidas están presos; porque los varones se besan con varones; porque la asignación redefinió el universal; porque nunca más las chicas tendrán hpv; por los caminos de la libertad; por las botas de lluvia nuevas que permiten ir a la escuela sin barro en los pies.
Pero no es sólo asco sino también miedo. Saben lo que falta y lo que la política es capaz de hacer. Entonces bajo nuevas formas apelarán a lo mismo de tantas veces. Ellos, que han procurado siempre que no tengamos historia, ni héroes ni mártires, como escribió Walsh. Ellos que son los que creen aún hoy que la historia es propiedad privada, cuyos dueños son los dueños de todas las cosas.
Pero la historia la hacen los hombres, varones y mujeres. Y no siempre la memoria colectiva tiembla de miedo sino que muchas veces sabe de esperanzas. Y no siempre se pierde ni las lecciones se olvidan. No siempre cada lucha tiene que empezar de nuevo, separada de las anteriores.
*Decana de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata, Argentina.
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